¿Hasta dónde puede resistir una sociedad absolutamente tolerante?

Es lamentable ver como los intolerantes claman por tolerancia hoy en día, y algo peor, es surrealista. Personas a las que dotábamos de un mínimo de coherencia y honradez se rasgan las vestiduras por considerar sagrado su derecho a que respetes que ellos no respetan.

Opinión12 de octubre de 2025Salvador J. Suárez MartínSalvador J. Suárez Martín
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Es lamentable ver como los intolerantes claman por tolerancia hoy en día, y algo peor, es surrealista. Personas a las que dotábamos de un mínimo de coherencia y honradez se rasgan las vestiduras por considerar sagrado su derecho a que respetes que ellos no respetan. 

Todo este sin sentido no es nuevo, pero ya parecía superado, al menos, en teoría. En un tiempo no muy lejano el mismo sinsentido del argumento hacía sonrojar, pero parece que la vergüenza ha muerto. Este mal que amenaza cualquier tipo de democracia o convivencia humana medianamente tolerable ya fue definida el siglo pasado.

Es la paradoja de la tolerancia formulada por Karl Popper en 1945, y se vuelve más vigente hoy en día que nunca. ¿Puede una sociedad verdaderamente libre permitir que se expresen ideas que buscan destruir esa misma libertad? ¿Dónde está el límite entre la apertura democrática y la autodefensa ética? Este dilema, lejos de ser abstracto, atraviesa el corazón de los debates contemporáneos sobre extremismo, censura, pluralismo y convivencia.

Karl Raimund Popper nació en Viena en 1902. Su formación filosófica se desarrolló en el contexto del Círculo de Viena, aunque pronto se distanció de sus postulados positivistas. Su obra más influyente, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), fue escrita en el exilio en Nueva Zelanda, donde se refugió durante la Segunda Guerra Mundial. En ella, Popper critica los sistemas totalitarios y defiende la democracia liberal como un modelo abierto al cambio, la crítica y la mejora constante. Quizás le pudo el optimismo y la fe en las democracias post segunda guerra mundial, pero su paradoja es claramente real.

La paradoja de la tolerancia aparece en el volumen I de La sociedad abierta y sus enemigos, en el contexto de una crítica a Platón, Hegel y Marx por sus tendencias autoritarias. Popper advierte que una sociedad que se define por su apertura y su respeto a la diversidad corre el riesgo de ser destruida si tolera sin límites a quienes promueven la intolerancia.

“La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a quienes son intolerantes, y no estamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia.”

Popper no propone censurar ideas por su contenido, sino por sus consecuencias. El límite no está en la opinión, sino en la acción. Cuando la intolerancia se convierte en violencia, en negación de derechos, en imposición autoritaria, la sociedad abierta tiene el deber de defenderse.

La paradoja de la tolerancia no es una contradicción lógica, sino una advertencia ética. Popper no dice que debamos ser intolerantes por sistema, sino que debemos estar preparados para excluir del espacio público a quienes utilizan la libertad para destruirla. Es una paradoja porque para preservar la tolerancia, debemos ejercer cierta forma de intolerancia. Pero esa intolerancia no es arbitraria: está dirigida a quienes niegan la convivencia, la pluralidad y la dignidad humana.

En términos prácticos, esto implica que una democracia puede —y debe— limitar discursos que incitan al odio, que promueven la violencia o que niegan los derechos fundamentales. No se trata de censurar opiniones impopulares, sino de impedir que se normalicen prácticas que erosionan la base ética de la sociedad.

Imaginemos un grupo político que promueve la expulsión de minorías étnicas, la supresión de derechos de las mujeres o la criminalización de la disidencia sexual. Bajo una concepción ingenua de la tolerancia, se permitiría que ese grupo se expresara libremente, incluso que participara en elecciones. Pero si ese grupo accede al poder, podría utilizar las instituciones democráticas para imponer su agenda autoritaria, restringiendo libertades, persiguiendo disidentes y destruyendo la propia democracia que lo permitió.

Este fenómeno no es hipotético. Ha ocurrido en la historia —el ascenso del nazismo en Alemania es el ejemplo más citado— y ocurre hoy en día en democracias donde partidos extremistas utilizan el lenguaje de los derechos para justificar la exclusión, el odio y la violencia.

En el mundo contemporáneo, la paradoja de la tolerancia se manifiesta en múltiples frentes. En Estados Unidos, el debate sobre la libertad de expresión en redes sociales ha enfrentado a quienes defienden el derecho a decir cualquier cosa con quienes alertan sobre la difusión de discursos de odio, teorías conspirativas y desinformación. En Europa, el crecimiento de partidos de extrema derecha ha puesto a prueba los límites de la democracia liberal: ¿debe permitirse que participen en el juego político quienes niegan sus reglas básicas?

En España, la paradoja ha sido invocada por figuras como Gabriel Rufián, quien afirmó que “los tolerantes tenemos que ser intolerantes con los intolerantes para que la tolerancia siga existiendo”. Esta frase, aunque simplificada, recoge el núcleo del pensamiento de Popper. Pero también ha sido malinterpretada y utilizada para justificar censuras arbitrarias o exclusiones ideológicas. Popper no propone silenciar al adversario, sino impedir que la violencia se disfrace de opinión.

La paradoja también se vincula con el fenómeno de la posverdad, donde la manipulación emocional y la desinformación erosionan la deliberación racional. En este contexto, la tolerancia se convierte en una trampa: se toleran discursos que niegan la evidencia, que promueven el odio, que destruyen el diálogo. Y con ello, se debilita la democracia.

Algunos pensadores, han propuesto una lectura más matizada: la sociedad debe tolerar a los intolerantes mientras no representen una amenaza concreta. Otros, han señalado que incluso los grupos intolerantes pueden ser protegidos por la tolerancia si no ejercen violencia. Estas posturas buscan evitar el riesgo de convertir la paradoja en una excusa para la represión, pero evidentemente son simplistas ya que se puede provocar a otros para que utilicen la violencia o plantarla como una semilla en las mentes más débiles

Habría que plantear si ya hay derechos e ideas fundamentales que no se deben permitir poner en duda, más allá que sea de forma violenta o no, el racismo, el machismo, no deben ser tolerados ni como opinión, porque implícitamente llevan en si mismas la violencia, aunque no sea física, pero si moral.

Incluso ideas científicas que pongan en riesgo la misma existencia de la humanidad o al menos no permitir que se disfracen como teorías probadas opiniones o especulaciones

La paradoja de la tolerancia no es una invitación a la censura, sino una advertencia sobre los riesgos de la ingenuidad democrática. Karl Popper, desde su experiencia como exiliado y pensador crítico, nos recuerda que la libertad no se sostiene sola. Requiere vigilancia, responsabilidad y coraje.

La historia ha demostrado que los intolerantes no se detienen solos. No basta con confiar en que el diálogo los transformará ni en que el sistema los neutralizará. Cuando el odio se organiza, se financia y se difunde con impunidad, la sociedad abierta debe dejar de observar y empezar a actuar. Frenar a los intolerantes no significa censurar ideas, sino impedir que la violencia se normalice, que el desprecio se institucionalice y que la democracia se convierta en rehén de quienes nunca creyeron en ella. Ya no es tiempo de advertencias: es tiempo de límites a quien quieren ponérselos a los demás. Disfrazar de libertad querer quitar la libertad a otros es enfermizo y las medias tintas, los paños calientes y los silencios nunca han sido buena medicina.

En un punto donde los discursos extremistas se disfrazan de opinión legítima, donde la violencia simbólica se normaliza y donde la democracia se convierte en espectáculo, la paradoja de Popper nos obliga a pensar. ¿Qué estamos dispuestos a tolerar? ¿Y qué estamos dispuestos a defender? Porque si no ponemos límites a la intolerancia, corremos el riesgo de perder aquello que hace posible la convivencia: la tolerancia misma.

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