Ser negro en Israel: entre la invisibilización y la violencia del racismo.

Israel se presenta como refugio de todos los judíos del mundo. Pero cuando quienes llegan tienen la piel negra, ese refugio se convierte en sospecha y violencia. La historia de las personas negras y racializadas judías en Israel —etíopes, mizrajíes, sefardíes— es una historia de exclusión dentro de una comunidad que prometía unidad.

Mundo17 de octubre de 2025 www.afrofeminas.com
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Miles de judíos etíopes llegaron a Israel en las décadas de los 80 y 90 a través de lasoperaciones Moisés y Salomón. Hombres, mujeres y niñxs que huían de conflictos y hambrunas, pero también respondían a una llamada religiosa y espiritual: el retorno a Sion. Sin embargo, al pisar suelo israelí no fueron recibidos como hermanos, sino como extraños. El Gran Rabinato cuestionó su judaísmo. Se les impuso una conversión simbólica. No se les consideraba del todo parte del pueblo elegido.

Los datos confirman la discriminación: según la Universidad Hebrea de Jerusalén, más del 35% de las familias etíopes viven por debajo del umbral de la pobreza, frente al 18% de media nacional. Las tasas de encarcelamiento juvenil de jóvenes etíopes duplican las de otros judíos. A pesar de que cumplen con el servicio militar —una de las principales vías de integración en la sociedad israelí— siguen siendo tratados como cuerpos extraños.

Uno de los momentos más simbólicos de esta fractura fue en 2015, cuando Damas Pakada, un joven soldado etíope en uniforme, fue brutalmente golpeado por policías. Ni siquiera el sagrado uniforme de las FDI les protegía. La calle respondió. Las protestas fueron masivas. En pancartas podía leerse: “¿Soy también tu hermano?” o “No soy etíope, soy israelí”.

En julio de 2019, Solomon Tekah, un joven israelí de origen etíope de apenas 18 años, fue asesinado por un oficial de policía fuera de servicio en un barrio de Haifa. Según testigos, el agente intervino en una discusión entre jóvenes y terminó disparando una bala que impactó en el pecho de Tekah. El oficial alegó que disparó al suelo y que fue un «rebote», pero la comunidad negra en Israel vio en ese acto una ejecución racista más. El crimen desató una ola de protestas a lo largo del país, encabezadas por jóvenes etíopes hartos de los abusos policiales, el perfilamiento racial y la impunidad sistemática. Las calles se llenaron de rabia: se bloquearon autopistas, hubo cargas policiales, se alzaron voces que llevaban años silenciadas. Pero a pesar de la magnitud de la revuelta, el policía fue juzgado por un cargo menor y no pisó la cárcel. El nombre de Solomon Tekah se convirtió en un símbolo de lo que significa ser joven y negro en un Estado que te llama hermano pero te trata como enemigo.

La impunidad y la violencia contra los negros, como en otras partes del mundo, es parte del sistema. Pero el racismo no se queda en la calle. Está en las escuelas, donde se relega a niñxs etíopes a aulas “especiales” sin justificación docente. En hospitales, muchas mujeres han denunciado haber recibido anticonceptivos como el Depo-Provera sin su consentimiento informado, una práctica denunciada en 2013 por organizaciones feministas y de derechos humanos. En los medios, los cuerpos negros se asocian con la pobreza, la delincuencia, la violencia. Nunca con el éxito, la belleza, el conocimiento.

Esto afecta a las personas etíopes y a los mizrajíes y sefardíes, comunidades con raíces en Marruecos, Yemen, Irak, Siria o la península ibérica. Llegaron en masa tras la creación del Estado en 1948, alojados en campos de tránsito y barrios periféricos. Se les consideraba orientales, necesitados de reeducación. Muchos niños fueron arrebatados de sus familias en lo que hoy se conoce como el escándalo de los niños yemeníes desaparecidos. No eran lo suficientemente blancos.
A nivel educativo, se empujó a la formación técnica, mientras la élite ashkenazí (judíos europeos) acaparaba las universidades. Según la Oficina Central de Estadísticas de Israel, la brecha salarial entre mizrajíes y ashkenazíes supera el 30%. Lo “oriental” sigue considerándose inferior.

En 1971, un grupo de jóvenes mizrajíes fundó las Panteras Negras israelíes, inspirados por el movimiento afroamericano y el auge global de los movimientos de derechos civiles. Nacieron en un contexto de profunda desigualdad: barrios marginales sin servicios básicos, desempleo alto, segregación escolar y un racismo institucional que los relegaba a una segunda categoría dentro del Estado judío. Su lucha fue directa y sin concesiones. Organizaron manifestaciones, ocupaciones de oficinas públicas y bloqueos, denunciando la pobreza estructural que afectaba a las comunidades orientales. Uno de sus líderes, Saadia Marciano, describió la situación así: “Nos trataron como ciudadanos de segunda clase, nos dijeron que no éramos suficientemente judíos para recibir igualdad”. El movimiento sacudió a Israel y obligó al Estado a reconocer por primera vez, aunque de forma limitada, la existencia de un racismo que parecía imposible en un Estado nacido después del Holocausto. Sin embargo, el poder respondió con represión y desprecio. En 1972, durante una protesta frente a la residencia de Golda Meir, la policía actuó con violencia y detuvo a varios activistas. La primera ministra llegó a decir de ellos que no le resultaban af¡gradables, reflejando el rechazo oficial hacia quienes cuestionaban la hegemonía ashkenazí. A pesar de su corta duración como organización formal, las Panteras Negras israelíes dejaron un legado duradero. Fueron pioneros en articular una conciencia racial entre los mizrajíes y sentaron las bases para futuras luchas por la igualdad, inspirando a generaciones que continúan denunciando las desigualdades étnicas en Israel.

En todo este entramado, queda claro que el judaísmo no garantiza igualdad dentro del etnoestado israelí. La ciudadanía plena se reserva a quienes encajan en un ideal blanco, occidental, europeo. El resto —aunque compartan religión, lengua o símbolos— quedan fuera. La Ley del Retorno funciona mejor si tienes apellido polaco o alemán. Si vienes de Addis Abeba o Marrakech, tendrás que demostrar, una y otra vez, que mereces estar.

Aun así, hay resistencia. Mujeres jóvenes afrojudaicas crean redes feministas que denuncian el , el silenciamiento mediático, el borrado cultural. Se organizan en barrios, crean arte, fundan asociaciones. Recuperan nombres, tradiciones, cantos. Reivindican una negritud judía que no necesita permiso para existir.

No es una posición unánime. La relación entre las comunidades negras judías y el pueblo palestino es compleja, y las posturas varían. Algunas personas, influidas por su integración en estructuras estatales, se mantienen distantes. Otras empiezan a tejer puentes, hablan de derechos humanos, de verdad, de una lucha que no puede limitarse a un grupo si quiere ser realmente liberadora.

La lucha de los judíos negros en Israel es una batalla por vivir sin miedo, por caminar sin ser perseguidxs, por ir al médico sin ser esterilizadas, por estudiar sin ser infantilizados. También por entender que no hay liberación parcial en un sistema que jerarquiza a las personas por su color, origen o religión.

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