La mano invisible que nunca fue: lo que Adam Smith realmente dijo sobre el mercado

Durante décadas, políticos y economistas han invocado la “mano invisible” de Adam Smith como si fuera una fórmula mágica que justifica dejar el mercado sin reglas. Pero esa interpretación es tan superficial como interesada. Smith no era un defensor del caos económico ni del abandono estatal. Era un pensador complejo, preocupado por la moral, la equidad y el bienestar colectivo.

Opinión02 de noviembre de 2025Ernesto Vega HallerErnesto Vega Haller
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Durante décadas, políticos y economistas han invocado la “mano invisible” de Adam Smith como si fuera una fórmula mágica que justifica dejar el mercado sin reglas. Pero esa interpretación es tan superficial como interesada. Smith no era un defensor del caos económico ni del abandono estatal. Era un pensador complejo, preocupado por la moral, la equidad y el bienestar colectivo.

Adam Smith (1723–1790) fue un filósofo escocés, considerado el padre de la economía moderna. Su obra más conocida, La riqueza de las naciones (1776), sentó las bases del pensamiento económico clásico. Pero antes de eso, escribió La teoría de los sentimientos morales, donde exploraba la empatía, la justicia y el comportamiento humano. Smith no era un tecnócrata: era un filósofo moral que veía la economía como parte de la vida social.

La famosa metáfora aparece solo una vez en La riqueza de las naciones, y no como una teoría central. Smith la usa para describir cómo, en ciertos casos, los intereses individuales pueden contribuir al bienestar general sin que esa sea su intención. Pero nunca dijo que eso ocurriera siempre, ni que el mercado fuera infalible.

La “mano invisible” no es una defensa del laissez-faire absoluto. Es una observación puntual, no una ley universal. Smith sabía que los mercados podían fallar, que los monopolios podían abusar, y que la desigualdad podía destruir el tejido social.

No. Smith era partidario de reglas claras, instituciones sólidas y límites al poder económico. En La riqueza de las naciones, critica duramente a los mercaderes que manipulan el mercado, a los gremios que restringen la competencia, y a los gobiernos que legislan en favor de los poderosos.

Smith defendía la competencia, pero también la intervención cuando el mercado no garantizaba el bien común. Apoyaba impuestos progresivos, educación pública, infraestructura estatal y regulación contra abusos. Para él, el Estado tenía un papel legítimo en corregir desequilibrios y proteger a los más vulnerables.

Porque resulta útil. Invocar a Smith como defensor del mercado sin reglas permite justificar políticas que benefician a unos pocos. Pero esa lectura ignora su preocupación por la equidad, la justicia y la cohesión social. Smith no era un neoliberal avant la lettre. Era un pensador ilustrado que creía en el equilibrio entre libertad económica y responsabilidad moral.

Hoy, cuando los mercados financieros dominan la vivienda, la sanidad y hasta el agua, es urgente recuperar el verdadero pensamiento de Adam Smith. No para repetirlo, sino para entender que la economía no puede separarse de la ética. Que el mercado necesita límites. Y que la “mano invisible” no es excusa para la indiferencia institucional.

 

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